El espejo del Sorollut
Cada mañana, el Sorollut tenía una costumbre inquebrantable: antes de salir de casa, se detenía frente a un viejo espejo que colgaba en la pared del salón. Era un espejo antiguo, de marco desgastado, que había pertenecido a su abuela. La superficie del cristal estaba un poco opaca por el tiempo, pero aún reflejaba con claridad suficiente la imagen de quien se parara frente a él.
El Sorollut, con su habitual camisa de cuadros y su inseparable paraiguas, solía observarse en silencio. Pero, con el paso de los años, estas miradas matutinas se convirtieron en algo más profundo. Cada vez que se veía en el espejo, notaba los cambios en su rostro: una nueva arruga aquí, un mechón de cabello más blanco allá. Al principio, estos detalles lo llenaban de nostalgia, pero con el tiempo, empezaron a llevarlo a una reflexión más honda.
Un día, mientras se miraba, el Sorollut suspiró y pensó: «No hay mayor tesoro que nuestra propia vida». Se dio cuenta de que, a pesar de las preocupaciones diarias y las metas que siempre perseguimos, al final del día, es el espejo quien nos muestra lo que realmente somos. No importa lo que hayamos logrado o lo lejos que queramos llegar, porque en ese pequeño cristal se refleja nuestra esencia más verdadera.
Mientras observaba su propio reflejo, comprendió que la vida es un viaje, y que cada paso, cada sonrisa y cada lágrima, nos transforma. El espejo no mentía, pero tampoco juzgaba. Le mostraba las marcas del tiempo, las cicatrices de las experiencias, y la serenidad que solo llega con la aceptación de uno mismo.
Desde entonces, el Sorollut empezó a ver el espejo no solo como un objeto donde se reflejaba su aspecto, sino como un símbolo de la vida misma. Aquel espejo le recordaba que no debía preocuparse tanto por lo que los demás pensaban o por las expectativas que la sociedad imponía. Lo que importaba era vivir con autenticidad, y, al final del día, ser capaz de mirarse al espejo y aceptar con orgullo quién era.
Así, cada mañana, el Sorollut seguía mirándose, pero ya no con la misma nostalgia de antes. Ahora, lo hacía con gratitud, recordando que, aunque los años pasaran y el tiempo dejara huella, el verdadero tesoro de la vida era simplemente ser, y reconocer ese reflejo único e irrepetible que el espejo le devolvía.